Llevo una temporada así, como hacia adentro. Interpreto la realidad, y lo hago a mi manera. Estoy alegre, tengo infinidad de motivos para ello, pero lloro. Me ha dado por llorar. A saber, quizá en esas lágrimas está la impotencia que siento ante la necesidad de contar el mundo; el mundo tal cual yo lo veo, lo siento, y lo interpreto. La realidad que late a mi alrededor, cuando callo, cuando miro, cuando intento tender mis manos y sé que de nada sirve ya ese pequeño consuelo. El otro día, en plena guardia del hospital, el alma ya no pudo más. Y lloré, lloré sin consuelo, sin saber cómo aliviar la angustia que ello en mis compañeras causaba. No podía dejar de llorar.
Lo cotidiano me tiene absorta; y el presente, mi día a día, a veces me juega malas pasadas. Se hace evidente en mi mirada esa añoranza por el pasado y el fastidio por un futuro que se teme. Presentido el vacío que se sabe habrá, los sentimientos se adelantan. Y saben que necesariamente ha de ser como se imagina, porque vives con las esperanza de que así sea. He llorado a base de golpes de realidad. De la realidad que observo, analizo y que aunque no es mía, vivo y siento.
He sido capaz de imaginar que en el lugar de esas personas, estaba yo. Un día, quizá sea yo. Ellas no son ni peores ni mejore que yo, son como yo. Nadie se merece nada, y menos eso. Me lo digo una y mil veces mientras trato de encontrar un aliciente, un algo que pudiera ser motivo suficiente para remover un recuerdo, un sentimiento, una mirada. Así han transcurrido mis pensamientos en este enero frío y despistado. Desencontrado y revuelto. Angustioso y esperanzado. Vivir entre la realidad y la transcendencia. Y como siempre, la lectura, gran tabla de salvación, le ha dado la mano a mis sentimientos llorones, desencontrados, e intemperantes. Y los ha rescatado, al menos un poco.
He vivido con miedo, dolor e interiorización de un posible otro en mí. He subido y bajado el tono sin aviso; a ratos riendo, y otros, en un mar de lágrimas. Enero ha sido ciertamente cruel, pero me ha regalado la lectura. Y el sueño. Además de llorar y de leer, me he dedicado a dormir, afortunadamente; cuántas veces me ha venido a rescatar el sueño en este tiempo desolado, y qué bien recibido ha sido por ello. Qué reparador es dormir, caer sin sentido en la inconsciencia que es siempre cerrar los ojos.
Me he sentido secuestrada por la vida de los otros, y no he podido evitarlo. Lo sé. No es profesional. Y tampoco he podido escribir. Tampoco. Pero hubo un libro mientras tanto; encontré la lectura para esos ratos que no lloraba, no reía, no escribía, no dormía. La lectura vino a rescatar mi impotencia, ese no encontrar palabras para lo observado, y me regaló una historia. Una historia que necesitaba encontrar escrita precisamente en este enero. Siento enorme gratitud por el personaje de Maria José, por su historia, por su presencia silenciosa, y por todo lo que a raíz de su silencio, la autora, Carmen Amoraga, ha sido capaz de narrar. No me resulta una historia desconocida. Sé que he conocido muchas Maria Josés. Por ello agradezco infinitamente esta historia. Por el consuelo que su narración inteligente es.
Admiro la capacidad de la autora para meterse en el escenario que es un hospital; especialmente en esas habitaciones en las que la esperanza tiene como único sonido el de las alas suaves que alzan sin retorno el vuelo que es morir; sin estridencias, sin apenas ruido, absolutamente agotados y con tremenda paz. Un día, sin más, se van. Para siempre.
He llorado porque esa historia es la historia de muchas personas, y es también nuestra propia historia. Ese desconsuelo bien puede ser nuestro mismo desconsuelo; el del abandono, el propio y el ajeno; la presencia de todas esas guerras absurdas que decidimos abanderar cuando en realidad eran tan poca cosa; batallas que afrontamos voluntariamente y que convirtieron nuestra vida en una historia que nunca habríamos ni imaginado ni esperado tal cual es. Nunca. Y sin embargo, al lado de todo ese descalabro que es cada vida, siempre hallas recuerdos intensos que salvar; momentos inolvidables que por sí solos mantienen el escenario que las rodea por muy caótico que sea.
La enfermedad no es algo que le ocurra a una persona; es algo que le sucede a todas las personas que quieren y aman a la persona que enferma. La enfermerdad le da un giro absoluto al sentir de los días. Eso lo puedes encontrar también en esta novela; la narración de un dolor inconsolable que nos transforma. Y aunque sabes que no hay consuelo, que es imposible el consuelo por alguuien que ya no está, algo imperceptible te rescata. Te saca de tu ombligo, de tu vanidosa mirada.
Y todo esto, todo, ocurrió en una noche. Una noche tranquila de guardia donde la historia que yo leía tenía cara, ojos, biografía. Esa historia estaba en la habitación 417, en la 402, en la 405; aunque no se llamasen Maria José y no estuvieran allí por culpa de un tráfico. Un padre que echa de menos a su hijo desde hace 22 años; que se siente cansado, enfermo y agotado. Una madre, esposa, hija que sólo es de silencio, que no se comunica, pero que quizá lo reciba todo. Un hijo que tocas, pero que no te puede hablar y sólo mira, mira fijamente. Hay tantas historias en un hospital...
Y esa noche en que la ausencia y el vacío que es siempre la pérdida de un ser querido se hizo tan evidente, no pude más que ponerme a llorar, sólo veía en mis manos el imposible consuelo que es un vaso de leche templada. Porque a mis manos no se les ocurría nada más. No tenían, no sabían más. Mi impotencia se hizo evidente ante aquella figura grande, enorme y debastada que me decía con total tranquilidad que le dolía la cabeza; en ella estaba escrito el cansancio de siglos. Lo ví caminar y supe que nada era olvido. Que existen consuelos imposibles que azotan las almas para siempre. Y entonces, mi llanto, incapaz de ser reprimido, salió. Sin saber muy bien de caminos, mi llanto, admiró a quienes levantan sus pies para dar un primer paso despùés de la más absoluta de las derrotas. La vida, las más de las veces, no es como esperábamos, no. Pero en la vida, por eso mismo, la valentía es una evidencia que te arrolla, que admiras. Aquella noche lo ví.