(...)
Se detuvieron entre los olivos, se quedó Él solo, y dijo a los discípulos: “Velad”. Y Él quedó bajo el Padre en el centro del círculo de su soledad. Por tres veces traspasó el círculo, por tres veces descendió; dormían a pesar de la reiteración de la demanda. Él les dio tiempo, la libertad, y aun espacio propio, les colocó en el lugar del Hombre. Y se durmieron.
Y al caer en la pesadez del sueño dejaron vacío el lugar del Hombre; tiempo, libertad, asistencia a la verdad desde la realidad que acecha. Y se quedó sin sostén la cruz que para el hombre forman la verdad y la realidad; verdad, libertad y tiempo en alto, realidad-libertad, brazos que se abren, la cruz en que la humana condición se alza y al par se extiende, asciende y se derrama. Y desertaron de su puesto de centinelas, ya que tenían que ser los vigías de ese lugar, centro divino y todavía humano, donde Él todavía en esta tierra pedía al padre su “fiat!”.
Y Él se quedó desasistido en su condición impar, sin comunicación con el Hombre, sin recibir de hombre alguno, no ya la palabra, que no pidió ni era posible que de hombre alguno recibiera, sino esa atención encendida, esa especie de respiración del ser, análoga al aliento de los animales que asistieron a su nacimiento terrestre. Solo, sin aliento de vida invocó el “fiat!” del Padre.
Y ocurrió el silencio, silencio en que no hay palabra alguna que pase, silencio que es la sombra de un entendimiento en el interior, en la condición humana, que sólo pasivamente se recibe recogiéndose en su vacío. Este divino silencio era el que, encendidos en la vigilia, habían de recibir, de recoger, de guardar los discípulos. Quedó así desertado el lugar de la condición humana y su única menera de participar. Y Él solo, quedó a solas.
Y al caer en la pesadez del sueño dejaron vacío el lugar del Hombre; tiempo, libertad, asistencia a la verdad desde la realidad que acecha. Y se quedó sin sostén la cruz que para el hombre forman la verdad y la realidad; verdad, libertad y tiempo en alto, realidad-libertad, brazos que se abren, la cruz en que la humana condición se alza y al par se extiende, asciende y se derrama. Y desertaron de su puesto de centinelas, ya que tenían que ser los vigías de ese lugar, centro divino y todavía humano, donde Él todavía en esta tierra pedía al padre su “fiat!”.
Y Él se quedó desasistido en su condición impar, sin comunicación con el Hombre, sin recibir de hombre alguno, no ya la palabra, que no pidió ni era posible que de hombre alguno recibiera, sino esa atención encendida, esa especie de respiración del ser, análoga al aliento de los animales que asistieron a su nacimiento terrestre. Solo, sin aliento de vida invocó el “fiat!” del Padre.
Y ocurrió el silencio, silencio en que no hay palabra alguna que pase, silencio que es la sombra de un entendimiento en el interior, en la condición humana, que sólo pasivamente se recibe recogiéndose en su vacío. Este divino silencio era el que, encendidos en la vigilia, habían de recibir, de recoger, de guardar los discípulos. Quedó así desertado el lugar de la condición humana y su única menera de participar. Y Él solo, quedó a solas.
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¿Qué habría pasado si los discípulos hubiesen velado, y por la vigilia encendidos, hubieran participado a través del silencio en ese instante? ¿Qué hubiera ocurrido si la desasistencia de los discípulos no hubiera dejado vacante el lugar del Hombre?
** Texto de MARÍA ZAMBRANO. EL SUEÑO DE LOS DISCÍPULOS EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS. Está recogido en su obra EL SUEÑO CREADOR. Apéndice. Editorial Turner.
Qué gran reflexión. Un beso.
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