Ocurre siempre, mi casa está en su salsa cuando es habitada por niños. Sin su sonido, es otra, se queda recogida sobre sí misma, tiende a quedarse en penumbra, como si estuviera reflexionando sobre el silencio y sus matices. Sin el ruido de la infancia, permanece en los ínferos. Pero hoy no, hoy no es el caso. Hoy ha salido al encuentro de esos ruidos que todo lo alborotan.
Han llegado mis dos sobrinas, y lo han llenado todo. Ahí han estado las peques, y toda la casa se ha desplegado para ellas, ha abierto cada uno de sus huecos para recoger el sonido de sus risas, de sus caprichos y de sus complicidades. Ha dejado que su largo pasillo fuera la puerta hacia el arco-iris, entonces, ha ocurrido, nada más entrar ellas, se ha llenado la casa de luz y color. Todo han sido carrerillas y risas, ganas de investigar. Siempre he observado cuánto les gusta a los peques explorar las casas de los otros. Son pequeños exploradores en busca de pequeños tesoros.
Y yo me quedo pensando en mi casa. En su esencia. En su generosidad, tan deseosa siempre de rellenar los huecos con presencias de infancia, con presencias de sonidos que vienen de lejos. Y le doy las gracias. Una casa así, tan abierta a la luz, convierte tu espacio en un lugar al que acudir, y eso, eso es que no lo estás haciendo del todo mal. Y me quedo con una sonrisa grande, muy profunda y casi silenciosa, mientras escucho las vocecitas de mis peques, todas ellas, que me atan tan serenamente al equilibrio del tiempo, a la sonrisa eterna. La vida continúa, me digo. Y me siento invisiblemente unida a una cadena infinita, ese ensamblaje del que venimos, y al que regalamos el eslabón para la continuidad. Y de fondo, se siguen oyendo las risas. Y el olor de todo un mundo, el de la infancia que su presencia destila, aroma que impregnará cada una de las paredes de mi casa. Que para eso está, para quedar habitada por el sonido de los míos, y ser chimenea encendida que siempre les espera. Y a mi misma me imagino como esa sombra… que se tumba a la orilla de la chimenea. También a esperar.
* Andante, esta canción, inevitablemente, te recuerda.
(traduzco de Sisa) "Amigos, entrad. Pasad, pasad. De las tristezas haremos humo. Mi casa es tu casa si es que hay casas de alguien..."
ResponderEliminarEntrad... llenad la casa de risas, de sobremesas, de confidencias. Cuando se cierre esta puerta quedará la resonancia de quien habitó un tiempo en ella.
Bendita tú que sabes escucharlas, Anita
Eso, habramos las puertas a todo el mundo, y llenemos la vida de risas y carcajadas,, sobre todo si son de los niños, que son la alegría de la vida.
ResponderEliminarA mí también me gusta abrir las puertas, y que entre la alegría, ya que como dice Sunsi, lugo queda la resonancia.
un beso
Las resonancias de quienes por allí pasaron, el batir de las puertas que se abren, las risas de los niños, y el aliento de los abuelos... todo queda.
ResponderEliminarAfortunadamente.
Esto me hace pensar en algo que recordé hace poco:
"... cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo." Marcel Proust.
Precioso Ana, las risas infantiles llenan de belleza los rincones... Sonrisas cálidas, traviesas, complices, naturales,sencillas...
ResponderEliminarBesos
Los niños lo llenan todo, Marypaz... a veces, demasiado lleno todo... ;)
ResponderEliminarMe ha gustado mucho leer este texto, Ana, sobre todo por su visión de la casa como lugar acogedor y siempre abierto. Pocas cosas hay tan bellas como el alborozo de los niños, la pura luz que mana de su inocencia. Como bien dices, sus juegos, voces y risas llenan todo el espacio de una casa, que sin ellos acabaría siendo un espacio vacío, desangelado, muerto; una suma de muebles y objetos dormidos. Ellos son la alegría de los parques y de los patios escolares, que también se quedarían desangelados y vacíos sin ellos. Y me gusta la idea de sentirse unido a una cadena infinita. En esa cadena, la vida cobra un nuevo sentido; nos sabemos parte, a la vez, del pasado y el futuro, pues en nosotros se contienen la suma de nuestros antepasados y la de nuestra descendencia.
ResponderEliminarA mí también me fascinaban las casas ajenas cuando era pequeño. Recuerdo haber ido, una vez, a la de un tío de un amigo de infancia, que era pintor. Era una casa antigua, con un patio donde crecía una enorme adelfa. En su interior, estaba llena de cuadros, figuritas, colecciones de conchas, monedas antiguas, curiosidades como una caracola o un laúd fabricado con una concha de tortuga. Salí maravillado de aquel museo doméstico, que hubiera hecho las delicias de Pablo Neruda, tan aficionado a coleccionar objetos de toda clase. Y hace años de aquella visita, pero el edificio del recuerdo, como diría Proust, sigue conservando aquella fascinación.
Yo recuerdo la casa de una amiga con mucha fascinación, también había cuadros, tapices y libros... y una mesa enorme de madera maciza, la mesa sí que se quedó con mi mirada...
ResponderEliminarEra una casa vieja que había heredado de su abuela. Jamás se me olvidó. Y me reconozco en ese cotilleo de saber cómo es la casa se los demás.