... Al ir llegando veremos el castillo mucho antes de arribar al pueblo. Se encuentra en lo alto, en silencio; sus ruinas permanecen altivas. Nobleza y firmeza se podrían tocar cuando con tu mirada llegas a él, o más bien se podría decir, cuando el castillo quiere llegar a tí. Un castillo cuya atalaya ofrece un horizonte claro, cuya cumbre encuadra anchas llanuras, que te regala la exatitud de tu vuelo anhelante, ese vuelo que querrías poder realizar si pudieras.
Su torre del homenaje resalta airosa en el azul de cielo. Todo en el castillo se ha derrumbado, y por sus empinados tramos asciendes a lo alto. Allí te sitúas y vuelan libres la mirada y el pensamiento; perfilas nítidamente tu presente, este tiempo que ahora dice ser tuyo, ese tiempo que aclama por seguir latiendo. Este presente que será pasado bien pronto y que aparecerá a otro viajero que pasee por esta altura dentro de cien años, por aquel camino, por este espacio infinito y con esta misma luz, ese tiempo futuro en que alguien se preguntará por los ojos que ahora miran, por tus ojos. Exactamente igual a como ahora yo quisiera poder ver el brillo de los ojos que me antecedieron, poder sentir el milagro de su mirada en la mía, mirada nunca habida y no por ello no necesitada. Es entonces cuando me gusta mirar ese azul del cielo, tocar esa piedra centernaria, respirar esa llanura... porque sé que aquellos ojos que nunca me miraron, también lo hicieron.
La llanura se pierde en esa lejanía tan remota, y surgen los matices, la coloración suave, el cielo. La luz es diáfana, infinita, de una limpidez sublime. Sólo en estas alturas se puede gozar de semejante luminosidad. Y sólo en esta luz el presente, es ver volver. Querer ser pasado un ratillo, si pudiéramos... volver a los inicios por un instante, respirar de nuevo este olor en aquella presencia que fuimos y que nunca nos abandonó del todo. Y sabes, certeramente, que a esa atalaya siempre querrás regresar, que allí habita serenamente el no olvido. Ese castillo que es la vetutsta casa solariega que nunca dejaste de buscar, que se torna el lugar al que siempre querrás regresar.
* Libro de atalayas: Castillos de España. Carlos Sarthou Carreres. Ed. Espasa-Calpe. Madrid, 1986.
** Para M y A, abuelos a los que nunca pude mirar, a los siempre eché de menos. Para G, al que no recuerdo pero que me acogió en su mirada. Y para A, tan recordada, mi más honda oración por su humanidad doliente y silenciosa.
La eternidad de los monumentos te hace sentir pequeño. Resulta casi milagroso ver como las ruinas de la historia han sido testigos de tantas cosas. Tu primer beso, Tu refugio, Tu referente.
ResponderEliminarCuando no estemos, seguiran los castillos y sus almenaras dando paz e inspiracion a las demas generaciones.
Un abrazo
Seguirán... sí. Testigos mudos.
ResponderEliminarSaludos.