Hacia las cuatro de la tarde, con el sol entrando a raudales por laventana de la cocina, empezaba el momento mágico. Así era. Así es hoy en el recuerdo.
La casa toda permanece en recogimiento. El silencio de la siesta lo cubre todo. Es hora también de lectura, o de bordados y tejidos para el que no quiera dormir. Eran las cosas que podías hacer a las cuatro de la tarde para no romper el silencio de lo que siempre comenzaba con aroma de eternidad; hora de siesta, hora de lectura, hora de punto. Y de fondo, el ruido leve de un plato, de los pasos de mamá en la cocina; casi podías sentir el ruido al rasgar las patatas, saber que estaba ahí, con su silencio.
Recuerdo siempre a mi madre en la cocina, con el sol de la tarde a su mismo ladito, allí, en el silencio de su presencia. Me gustaba asomar entonces por la cocina, sin la intención de hacer nada más que ver su figura ligeramente encorvada sobre la trébede de la cocina pelando patatas, cortando patatas… tiene unas manos preciosas mi madre.
Su silencio era de eternidad. Estaba ausente, y sus manos delgadas, seguían el ritmo de las cosas que se hacen siempre con infinito cariño. Y yo me preguntaba en qué lugar de su vida descansaría su mirada, en qué lugar de su infancia, en qué momento se había parado su silencio. Yo pensaba entonces en mi abuela Ana, la imaginaba. Luego volvía a mi libro, o a mi madeja de punto… y me encantaba sentir el ruido del batir de huevos. Era como un tamborileo en toda la casa, como un eco corto, vibrante. Para entonces el olor a tortilla lo cubría todo. Y de repente te dabas cuenta del silencio.
La presencia de mi madre siempre ha sido de silencio: sólo en instantes muy fugaces, si estabas atenta, podías captar que su presencia es de infancia, de ruido de infancia. A veces creí ver toda su niñez en su mirada, justo en ese momento de la tarde en que ella elegía para hacer la tortilla, no sé si era la tarde, el silencio, el sol o las patatas, pero sé que era entonces cuando mi madre volvía a ser hija. Luego, allí quedaba la tortilla esperando la hora de la cena, plantada en la cocina, amarilla como un sol, redondota. La cena estaba preparada. La eternidad se había hecho tortilla.
La casa toda permanece en recogimiento. El silencio de la siesta lo cubre todo. Es hora también de lectura, o de bordados y tejidos para el que no quiera dormir. Eran las cosas que podías hacer a las cuatro de la tarde para no romper el silencio de lo que siempre comenzaba con aroma de eternidad; hora de siesta, hora de lectura, hora de punto. Y de fondo, el ruido leve de un plato, de los pasos de mamá en la cocina; casi podías sentir el ruido al rasgar las patatas, saber que estaba ahí, con su silencio.
Recuerdo siempre a mi madre en la cocina, con el sol de la tarde a su mismo ladito, allí, en el silencio de su presencia. Me gustaba asomar entonces por la cocina, sin la intención de hacer nada más que ver su figura ligeramente encorvada sobre la trébede de la cocina pelando patatas, cortando patatas… tiene unas manos preciosas mi madre.
Su silencio era de eternidad. Estaba ausente, y sus manos delgadas, seguían el ritmo de las cosas que se hacen siempre con infinito cariño. Y yo me preguntaba en qué lugar de su vida descansaría su mirada, en qué lugar de su infancia, en qué momento se había parado su silencio. Yo pensaba entonces en mi abuela Ana, la imaginaba. Luego volvía a mi libro, o a mi madeja de punto… y me encantaba sentir el ruido del batir de huevos. Era como un tamborileo en toda la casa, como un eco corto, vibrante. Para entonces el olor a tortilla lo cubría todo. Y de repente te dabas cuenta del silencio.
La presencia de mi madre siempre ha sido de silencio: sólo en instantes muy fugaces, si estabas atenta, podías captar que su presencia es de infancia, de ruido de infancia. A veces creí ver toda su niñez en su mirada, justo en ese momento de la tarde en que ella elegía para hacer la tortilla, no sé si era la tarde, el silencio, el sol o las patatas, pero sé que era entonces cuando mi madre volvía a ser hija. Luego, allí quedaba la tortilla esperando la hora de la cena, plantada en la cocina, amarilla como un sol, redondota. La cena estaba preparada. La eternidad se había hecho tortilla.
Cada vez que preparo una tortilla, no puedo evitar el recuerdo de mi madre, de todo su silencio, de toda su alma de infancia. Algún día sé que daré todo mi mundo, todo… por tener una de aquellas tortillas esperando la hora de la cena en mi cocina.
Imagen: Santa Ana. Leonardo da Vinci.
Un día te animé públicamente a escribir.
ResponderEliminarEntonces lo intuí.
Hoy, al leerte, confío más en mi intuición.
Hay una parte del cerebro que adivina lo que va a pasar.
No se bien cómo funciona ese mecanismo.
No tengo ni idea.
Afortunadamente, no tengo ni idea.
He recibido unos cuantos empujoncitos... sí.
ResponderEliminarGracias Diego.
Hay cosas, Ana, que son como esa tortilla de patata hecha por tu madre en el silencio de la tarde... Formamos parte de una generación que puede todavía paladear esos recuerdos. Son recuerdos de momentos sin prisa, de tempos lentos en los que todas las sensaciones van penetrando hasta formar parte de tu persona. Y cierras los ojos y los ves...los podrías tocar. Son instantes de infancias felices.
ResponderEliminarNo pretendo ser pesimista. Pero sí pienso a menudo que estas infancias han pasado a la historia. Que el ritmo trepidante que se nos impone es demasiado epidérmico para que calen algunos recuerdos y no se borren jamás.
Gracias por dar luz a los tuyos. Ha sido una lectura tranquila, serena. Transmite mucha paz...
Gracias, Ana
Me encanta esta historia y la has descrito de una manera realmente bonita. Me imagino a tu madre haciendo la tortilla y a ti al lado. Son recuerdos imborrables, y pienso cual sera el recuerdo de nuestos hijos con nosotras?, con que se quedarán?
ResponderEliminarun beso.
Lo pensaba, Blanca. No me gustaría que me recordaran sólo dándole a la tecla.... En serio. Espero que el recuerdo sea como el de la tortilla de la madre de Ana... Fijo que se quedan con el que más les ha servido para tirar para alante... Los recuerdos son selectivos. Se quedarán con lo bueno. Creo... me gusaría creerlo.
ResponderEliminarBesos a las dos
La memoria cuanto menos es sorprendente... de qué manera tan fiel se nos quedan algunas cosas que aparentemente no tienen importancia... y quizá de qué forma absurda se olvidan cosas que deberían ser más importantes.
ResponderEliminarSupongo que una vez más las apariencias engañan y que nuestro inteligente cerebro sí sabe discernir y comprender lo importante... aunque sólo se trate de eso, de una normalita tarde de un sábado.
Precioso relato, preciosos recuerdos. Me ha encantado la frase "era entonces cuando mi madre volvía a ser hija"... me recuerda los momentos que mi abuela pasaba en casa, con la familia y mi madre era eso, la hija...
ResponderEliminarCuántos misterios guardan las madres en sus silencios, qué grandes desconocidas son en algunas ocasiones.
Saludos
Gracias Rocío, por pasarte y dejar rastro de tu pensamiento.
ResponderEliminarSí, cuánto misterio hay siempre detrás de un silencio...
Un placer, Ana, un verdadero placer.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo