Dicen que a través de la mirada de nuestros hijos recordamos nuestra infancia. Así lo creo. Al lado de Diminuta he vuelto a recordar la mía. Ahora, cuando ya está a tan sólo un paso de decirle adiós definitivamente a su infancia, también regresan algunas cosas de aquel tiempo en que yo era como ella. Si me pienso adolescente, irremediablemente me viene al recuerdo la tienda de mi madre. Me veo en ella eligiendo los colores más bonitos para hacer una labor, y recuerdo la alegría _y adicción_ que empezar una labor supone.
Hoy, cuando pienso en la adolescencia tranquila que viví, pienso que sin buscarlo, tuvo que ver en todo ello esa pequeña tienda de hilos, lanas, colores, labores que tenía mi madre. Cuando la tienda inició su andadura, yo tenía exactamente la edad de Diminuta. A partir de entonces cuántas horas le dedicamos sin que nadie nos dijera estar obligadas a nada. Ver todos esos colores era una atracción total, reconocer el tacto de cada especialidad, leer las revistas... aprender los trucos de cada labor, los giros de la lana, la sorpresa ante el desconcierto. Era dejarse arrastrar por la imaginación. Siempre salía perfecto aunque a priori estuvieras con tus manos y el hilo hecha un lío, pero si seguías las indicaciones de la revista, ¡voilá, estaba hecho!
Me quedaba absorta y maravillada ante las posibilidades que un hilo tiene en las manos de una persona. Observar, aprender y dejarse llevar fueron todo uno. Aprendí cadenetas, puntos enanos, palitos, palitos dobles, punto bobo, ochos, calados... ahora menguo aqui, aumento por allá, lo uno al cuello... Llegué a sentirme tan entretenida en aquel pequeño espacio que pensar en que tendría que idear el siguiente escaparate era todo un premio, el proyecto del mes; elegir el tema que pondríamos _ropita de bebé, labores del hogar, chaquetas, jerséis, gorros... _ las tonalidades, los complementos, hacer la prenda que expondríamos... Todo era emocionante.
Durante todo junio, a saber por qué razón, se me ha venido una y otra vez a la cabeza aquel tiempo. Veranos de labores, de piscina, y de primeras soledades. Me ha dado por pensar que quizá mi adolescencia no fue tan adolescente _dolorosa_ porque había encontrado una labor que me gustaba, que me entretenía, que me hacía sentir útil, que activaba mis neuronas... y sobretodo, que me hacía sentir mayor. Es curioso, quizá aquella pequeña tienda me salvó de los demonios que todos atravesamos cuando el mundo se presenta como un dolor. No otra cosa es adolecer. Y pienso que el dolor que fue el abandono de tu mejor amiga, el de no encontrar tu lugar exacto, el de no entender muy bien qué te pasaba... fue menos duro al lado de tantos colores, de tantas posibilidades entre las manos, y porque rodeándolo todo, estaba la presencia callada y amable de mi madre _hoy pienso que el silencio y la presencia es lo que mejor consuela al alma_ pues no sólo me enseñó lo que sé, también me dio la libertad y confianza para hacer y deshacer labores, escoger los hilos y crear espacios de colores, imaginar muestras para hacer realidad el escaparate que mi imaginación iba creando día a día. Nunca dijo no a nada.
He pensado mucho en todo esto ahora que Diminuta empieza su andadura adolescente. Ojalá pueda encontrar una labor que le aporte ese remanso de silencio en su inicio de adolescencia. Ojalá pueda ser posible para que no todo se alborote. Para que en el silencio de una labor, un cuadro o una lectura, la vida le deje el señuelo de la esperanza. No otra cosa fue aquel tiempo entre hilos y labores al lado de mi madre. Ahora, que lo miro en la distancia, lo veo totalmente claro. Fui afortunada por la esperanza que todos esos colores escondían, y por la presencia y el tiempo habitado al lado de mi madre. Puede parecer tonto, pero en realidad son esas cosas sencillas las que al final nos sostienen de pie. Qué buenos recuerdos me ha traído este verano.