AL ENCUENTRO




Ayer encontré un libro que me acompañó durante lo que fue un espléndido verano, aquel verano de adolescencia y egoísmo anclado. Recuerdo su intensidad, lo que me enganchó, qué embebida estaba en la historia, y cómo permitió que mi desencuentro saliera por fin convertido en un sentimiento de serenidad. Me recuerdo llorando en la terraza soleada del ático de las casa de mis padres, sola, soltando todo ese lastre que nos ata en ese tiempo de nuestra primera juventud. La vida entonces salía a mi encuentro entre sentimientos de rebeldía, soledad, tristeza, en la avidez por vivirlo todo. Ansiedad sin control. Y justo en ese verano, fui a dar con esa historia que me regaló la quietud, la reflexión y la templanza. Luego leí otros títulos del mismo autor, pero ninguno me llegó tan necesariamente como ese primer encuentro.

En aquellas palabras encontré el latido de mi exacta percepción. Latía la necesidad de que todo ha de ser atemperado; reposar esa querencia de salir al camino sin saber muy bien por qué salíamos, ni a qué. Captar la templanza en aquella historia que se me regalaba. Mi adolescencia comenzó a tener mansedumbre. Aquel tiempo en el que nada era concreto y en el que se quería tener todo empezó a captar el ritmo de la espera. A saber de la necesidad de vivir en la espera.

Volví a mi adolescencia. El tiempo en el que se mezcla todo. La confusión casi se podría tocar: sentimientos desencontrados, realidad y ficción mezcladas, ese necesario egoísmo del yo porque si no uno se sentía ahogar, esa necesidad de asirse a algo, de salir, de ser. Instantes en que queríamos necesariamente ser, pero que vivíamos sin querer reconocer que la posibilidad no es realizable sólo con la intención, que es necesario el esfuerzo, la paciencia, la espera. Lo queríamos todo sin esperar, sin quere esforzarnos. Y más aún, desconocíamos que no todo se puede conseguir a pesar de la paciencia. Que la Vida es inteligente, que nos dá exactamente nuestro lugar, y que éste algunas veces, no es el que probablemente deseamos. Eso, eso se aprende después. Entre desencuentros aprendíamos a priorizar. No teníamos datos, pasado; solo esperábamos el porvenir. Ahí estaba todo un carácter, sin atemperar, imperfecto, exigiendo a cada paso la perfección. Y aquel verano sucedió. En una puñado de palabras, metida en una historia que no era la mía, la vida salía a mi encuentro.

Toco este libro, sus tapas, sus hojas ya amarillas, y ese olor a viejo de los libros usados y guardados desde hace tiempo. Y me pregunto qué verdad sabrá encontrar en él mi hija. Si hallará la percepción que yo toqué, que yo lloré con mi alma. Quizá hoy en día no sea fácil comenzar este camino de adolescente, quizá este tiempo sea aún más egoísta, quizá no consigan tanta soltura para enfrentar el precipicio. No lo sé. De lo que sí soy consciente es de que el reto es el mismo, que han de ser valientes para dar el salto, que han de querer darlo, más grande o más pequeño, que han de asumir que su intemperancia se verá modelada por las lágrimas, por todo ese desencuentro que es esperar algo que no te va a ser concedido. Y saber que no es porque sí, que nada es por nada. Que ese dolor por lo no hallado les regalará la exacta medida de su presencia.
Hoy, el salto lo han de dar muy pronto. Ni siquiera sé si están preparados, pienso que probablemente les hemos protegido demasiado. La vida se ha adelantado, y como siempre, nos sigue sorprendiendo. No sé si para mejor. Lo cierto es que ahí está. Y ellos se habrán de preparar para saber que sus ojos tristes tendrán que acoplar cada minuto intenso con que la vida les salga al encuentro. Que sus ojos rebeldes sabrán encontrar su camino. Que darán con la exacta medida del yo que los sostiene.

Ayer me encontré con un buen amigo; sus palabras volvieron a recordarme quién soy. O más exactamente, lo que nunca, nunca, he dejado de ser. Cuanto reposas los ojos sobre las historias que te atraparon irremediablemente vuelves a recordar esa parte escondida del yo que eres. El reencuentro con tus libros más queridos es vivir de nuevo en aquella mirada que tenías cuando lo leíste por primera vez. Y piensas que es como si nada hubiera cambiado, que tú sigues ahí, en ese instante sostenido por una frase. Reconoces de nuevo la joven que fuiste, y sabes firmemente que aún permanece. Que aunque sea cierto que todo ha cambiado, que has cambiado, sigues siendo aquello que te dolió, aquello que te hizo llorar, aquello que de alguna manera te tocó. Que tus ojos siguen siendo aquellos ojos, y que aún, lo sigues esperando todo.


8 comentarios:

  1. ¿No vas a darnos el título del libro, verdad? Vale.
    Guardaré tu reflexión esperando comprobar que he salido ya de la adolescencia, siguiendo tus parámetros de serenidad, reflexión, entereza.
    ¡Qué grande eres, niña!

    ResponderEliminar
  2. Jajjajajaja. Sí, el libro es "La vida sale al encuentro". De Jose Luis Martín vigil. Ayer lo encontré. Fue un estupendo amigo.

    Un beso Ana. ;))

    ResponderEliminar
  3. Yo también leí ese libro, era casi obligatorio en mi generación, y efectivamente me hizo bien, aunque me temo que lo leí demasiado pronto: no todos maduramos a la misma edad, me parece.

    "Una chabola en Bilbao", "Cierto olor a podrido", "La muerte está en el camino", ... Martín Vigil tenía unos cuantos que se leían mucho en los 70.

    ResponderEliminar
  4. ay ay ay ay, mi tía me regaló de Vigil "El sexo de los ángeles" que hizo con mi adolescencia lo que éste con la tuya... bonita coincidencia :-))

    ResponderEliminar
  5. No lo conzco, pero lo buscaré y lo leeré. Debe ser fascinante el libro que tenga ese poder sobre el lector. Y es que me pica la curiosidad!!!
    Besos miles

    ResponderEliminar
  6. 'Nada' de Carmen Laforet, escritora catalana; ese es uno de los que tienen las hojas amarillentas...

    'La Vieja Sirena' es de los que releo cada poco... Han sacado una edición de coleccionista a 21 uros con fotos de JLUis Sampedro.

    Lo dicho; que gran amigo es un libro!

    Besos

    ResponderEliminar
  7. Sin habernoslo dicho yo sabía cual era el libro.

    Marcó a mucha gente de nuestra generación, pero no sé si nuestros adolescentes de hoy le sacarán tanto jugo.
    Probaré con mi hija ;)
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  8. En los 80 también lo leímos, me recuerdo absorta en la piscina de mi pueblo, metidas las naricillas en plena lectura... a la sombra de un sauce. Eran tardes largas de piscina, lectura y adolescencia... cuántas lecturas nos unen ¿verdad? Un abrazo Modestino.

    Ana, como nos conocemos en persona, pero bien... sabemos que además de estas coincidencias tenemos otras muchas. Teníamos. ¿Seguirán estas coincidencias siendo posibles en "nuestra" edad madura????... jajajajaja. Un besote.

    Lola, yo tengo la curiosidad también de volver a leerlo, ahora ya con mis cuarenta... será sorprendente, estoy segura. Ayer sólo lo releí por encima, saltando, como a cachos... Un abrazo.

    Santa... cuántos libros amigos, ¿verdad?. También tengo Nada... así tan contundente, y en una edición chiquitilla... pero no es tan viejito como el de Martín Vigil que le recuerdo como una de mis primeras lecturas adolescentes junto a Ana Karenina... Luego, aunque pase el tiempo, es como si se quedaran ya para siempre con nosotros. Un abrazo.

    Amig@mi, yo sí pienso probar con mi peque, cuando quiera que se lo lea. Aún me parece peque... pero bueno, en esto de la madurez, nunca se sabe. Cuando ella tenga ganas. Un beso.

    ResponderEliminar